‘El Principito’ cayó en mis manos por primera vez cuando era niña. A pesar de haber sido siempre una lectora precoz, me resultó una historia muy extraña y guardé este libro como un tesoro para cuando fuera mayor.
Volví a leerlo en mi adolescencia y descubrí pequeños tesoros entre sus páginas.
Regresé de nuevo a su lectura una y otra vez, hasta convertirlo en un hábito, en mi pequeña tradición anual. Y siempre encontraba algo diferente, un pequeño matiz que antes no estaba allí:
¡descubrí que es un libro cambiante!
Con el paso de los años, me he dado cuenta de que no es el libro el que cambia, sino yo.
Y en esta última (re)lectura, he llegado a una conclusión:
‘Las personas mayores somos muy extrañas’